Un Don Quijote en Nueva York.
Las buenas maneras y la simpatía parecen con demasiada frecuencia prohibidas en el día a día laboral de Nueva York.
Las buenas maneras y la simpatía parecen con demasiada frecuencia prohibidas en el día a día laboral de Nueva York donde, por ejemplo, el camino al trabajo se puede parecer a una aventura en la jungla.
No importa lo rápido que se camine por la calle, siempre habrá alguien gritando "excuse me" -y lo gritará segundo y medio después de habernos empujado con determinación para adelantarnos, de tal modo que el "excuse me" se parece más un adiós o incluso a un improperio como el de esos conductores que al adelantarte por la carretera te lanzan una mirada asesina.
Y si al comprar el café te demoras medio microsegundo de más dudando entre un tall skim milk latte with a double shot not too hot and on a paper cup o un venti skinny cinnamon dolce latte whipped cream on top o cualquiera de las otras 84.000 posibles variaciones enseguida gritarán "neeeeexttttttt!!!!!", que es como si el resto del planeta lanzara la acusación de paleto -o, peor todavía, que te pregunten si eres de Nueva Jersey, al otro lado del Hudson, que es donde de verdad empieza América.
Al visitante ocasional le puede pasar inadvertida tanta rudeza. Y hasta puede que cuando al salir del metro esté parado en la esquina de la 50 con Broadway intentando averiguar hacia qué lado queda Times Square alguien le pregunte con una sonrisa si está perdido y si puede ayudar... Los neoyorquinos lo hacen para disimular. Un neoyorquino de verdad no presume de amable, ni habla bajo, ni tiene paciencia.
A menos que se llame Persi Tirado y sea el barrendero y super -que es como el encargado para todo- de los edificios de la 58 oeste entre las avenidas 6 y 7. Persi llegó de Perú hace casi cuarenta años y no sólo se indignó muy rápido con las prisas y malos modos de la tribu local sino que se comprometió a hacer todo lo posible por aliviar la situación. Y, así, Persi es probablemente el único neoyorquino que da los buenos días, buenas tardes y buenas noches a todo aquel con se cruce por la calle y, sobre todo, es el campeón en arrancar sonrisas en esta ciudad. Para ello emplea un método infalible: con la escoba con la que barre una y otra vez las manzanas alrededor de su trabajo, Persi barre y barre pero siempre bailando y cantando a la vez. Su misión no es sólo limpiar, asegura. Su verdadero objetivo, confiesa, es intentar endulzar las jornadas de todos aquellos con quienes se cruza.
Como es natural, la mayoría le toma como un loco, uno más de esa legión de desiquilibrados que pululan por las calles de Manhattan en donde la individualidad es tan santa y respetada que a nadie se le ocurre ni preguntarles cómo están ni a ellos importunar a ningún vecino. Yo he visto a tipos con taparrabos paseando por delante del Lincoln Center entre caballeros vestidos de pajarita. Y como si nada. Cada loco con su tema. Indiferencia total.
A Persi no faltan quienes le aplican la misma regla de cada uno a lo suyo mientras no nos toquemos. Pero, como en aquella canción de Perales, Persi se ha dado cuenta de que lo puede comprar casi todo con una sonrisa. Y se pone a bailar entre escobazo y escobazo, regalando sonrisas y good mornings y consiguiendo la mayor de las veces lo casi imposible en Nueva York: que los demás le reconozcan como a un semejante, un vecino más en esta comunidad de atolondrados con prisas convertidos en sandokanes urbanos.
Y visto por un español, Persi es algo más especial todavía. Él no lo sabe, pero es un la versión neoyorkina de Don Quijote en este siglo XXI.
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