La "buena impresión". Los códigos de vestimenta
Partiendo de que trabajando en moda nuestros códigos de vestimenta (que los hay, y férreos) son muy diferentes de los de una oficina convencional
¡Qué buena impresión!
Partiendo de que trabajando en moda nuestros códigos de vestimenta (que los hay, y férreos) son muy diferentes de los de una oficina convencional, valga un ejemplo.
Un amigo, veterano abogado y asesor fiscal, me contaba hace poco la siguiente anécdota. Junto con otros socios, se presentó en el despacho de unos potenciales clientes. Todos iban perfectamente uniformados con sus trajes caros, sus camisas impolutas y el nudo de la corbata perfecto. La clásica estampa para causar "buena impresión". Al llegar, se encontraron con los jefazos de la otra empresa en polos, pantalones de sport y camisas arremangadas. "Pero, ¿cómo no nos avisasteis de que esta sería una reunión informal?", dijeron. "Porque nosotros habríamos ido exactamente igual que vosotros si hubiéramos ido a veros a vuestra oficina", les replicaron.
La respuesta caía por su propia lógica. Sin embargo, aún hoy vivimos obsesionados con la imagen que proyectamos en nuestro entorno laboral. Al menos, muchos profesionales que se ven obligados, de alguna manera, por unos códigos de vestimenta tácitos, que se presuponen en determinados oficios y que les igualan y normalizan entre sí.
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Todo eso ha cambiado, claro. La rigidez ha dado paso a una actitud más relajada y a un cierto afán de distinguirse y autoafirmarse. Aunque nosotros mismos somos los últimos en asumirlo. Es cierto que aún muchas empresas obligan al trinomio camisa-chaqueta-corbata, al menos a los chicos. Sin reparar particularmente en sí, es un trajón descuadrado y carente de cierto estilo (algo que, por desgracia, abunda) o de si existe cierta intención y algo de conciencia sobre lo que más le favorece al que se lo compra o se lo pone.
En el caso de las chicas, las normas son aparentemente más relajadas, pero en realidad pueden resultar mucho más chungas: a la formalidad laboral se suman códigos sexistas que parecen medir si se puede enseñar más o menos.
Hay algo de péndulo evolutivo en todo esto. La sociedad del bienestar, definida por el aumento del poder adquisitivo de la clase media en mis queridos años sesenta, derivó en que un marido perfecto pasaba por lucir un traje (más o menos perfecto, con más o menos clase y estilo). Suponía un tipo de reconocimiento social. Algo que llegó a su punto álgido en los años ochenta, con el modelo aspiracional de ejecutivo de Wall Street para ellos y Armas de mujer para ellas. A partir de entonces, podríamos hablar de una involución. De repente, ir supertrajeado daba la impresión contraria: restaba crédito.
El éxito de los nerds y el estallido de las empresas puntocom desde finales de los noventa tiene algo que ver en todo esto: Mark Zuckerberg, uno de los prohombres de Internet, continúa vistiendo invariablemente camisetas, sudaderas y chanclas. No hace falta mirar a Silicon Valley. Yo tengo un superprimo en Valencia que abandonó la rigidez del traje por su propia empresa internáutica. Y sí, ahora él y sus empleados van en chanclas al trabajo. ¡Por fin!
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